Después de capturar al toro de Creta y llevárselo al rey Euristeo, Hércules se marchó a la lejana Tracia, donde gobernaba el cruel Diomedes. Este rey era un bravísimo guerrero, pero salvaje, cruel y terrible, ya que alimentaba a sus yeguas salvajes con la carne de las personas a las que vencía en las batallas. Claro, el problema era cuando no estaba en guerra, como ahora, y había encontrado la solución: había mandado a sus guardias que mataran a los huéspedes de su palacio.
Y su siguiente trabajo, precisamente, era conseguir domar a estos animales y llevarlas a Tirinto. Esta misión no gustó especialmente a Hércules, de forma que intentó quitársela de encima cuanto antes; así que la primera noche durmió levemente, sujetando la espada firmemente, por si acaso.
Un poquito antes del amanecer se dirigió a los establos, no sin antes golpear a todos los guardias que fue encontrando, tan rápido y fuerte que ni les dio tiempo a despertarse de su duermevela. Cuando estuvo ante las yeguas comprobó que eran cuatro, fuertes y temibles, atadas con fuertes cadenas a unos ganchos que había en un soporte. Usando un hacha que encontró las liberó y salieron galopando, despertando con su ruído a todo el palacio.
El héroe huyó dirigiendo las yeguas hacia un cerro rodeado de agua por tres lados. Hércules abrió un canal son su poderosa fuerza; logró frenar a los enemigos que le perseguían, con el rey a la cabeza, al cual hirió mortalmente -y dio su cuerpo a comer a las yeguas, a fin de aplicar su hambre. Una vez con el estómago lleno, los animales se volvieron suficientemente dóciles como para que Hércules les atara las quijadas, las metiera en su nave y volviera a Tirinto.
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