Halloween y panellets.

Estos días observo cómo las clases de mi colegio y numerosos establecimientos se ven adornados por fantasmas, calabazas y arañas de distintos colores y tamaños: es la ambientación propia de la fiesta anglosajona -celta- de Halloween, que se remonta, posiblemente, al s. IV a.C. La finalidad: aplacar a los espíritus a base de banquetes ceremoniales y funerarios, costumbre muy típica de las antiguas culturas occidentales.


Pero es tiempo también de golosina: los antiguos romanos amasaban bolas dulces en estos días, los árabes hacían masas redondas de hojaldre y miel y en muchas mesas este fin de semana habrá golosas bandejas de buñuelos de viento y huesos de santo. Pero en la zona levantina de la península Ibérica y en Andorra el postre típico del 31 de octubre (y en menor medida, el 1 de noviembre) serán los panellets: unos pequeños bollos de masa de mazapán y frutos secos, sobre todo castañas y piñones, regados con moscatel. 

La tradición de los pequeños panellets se remonta, posiblemente, a las casas campesinas de los payeses catalanes, cuando, allá por el s. XIV, donde se hacían por estas fechas con los frutos recolectados (avellanas, almendras, piñones) y comidos tras ser bendecidos en la parroquia. Hay constancia escrita de esta costumbre ya en algunos recetarios del s. XVIII. En el s. XIX estos pastelitos se comían junto con castañas y vino, en cafés y fiestas privadas o de vecinos. 

Los hipopótamos egipcios son azules.


Hace unas semanas un amigo me regaló una alfombrilla para el ordenador; no es la primera vez que alguien, al pensar en un detalle para mí, recurre a un tema histórico. En esta ocasión se acordaron de mí en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

El objeto representado en mi nueva alfombrilla de ordenador se llama popularmente William, y es una reproducción de una pequeña estatuilla realizada en fayenza de esmalte azul, con decoración de plantas acuáticas, rememorando las marismas en las que vive el hipopótamo. La pieza original del museo se encontró en la tumba del mayordomo Senbi II, cerca de la moderna Asiut, durante el reinado de Sesostris I, de la XII dinastía; la cronología puede extenderse a su sucesor, dentro del final del s. XX a.C.

La presencia de figuras alusivas a animales sagrados es muy frecuente en el Antiguo Egipto: el carnero de Amón, la vaca de Hathor, el cocodrilo de Sobek, el ibis de Thot, el halcón de Horus, el escarabajo de Sepri,... El hipopótamo fue un animal ambiguo, pues como potencia destructora y peligrosa para los campesinos y pescadores egipcios, se asociaba al caos, a Set, pero representado como hembra se asimilaba a Taweret, una diosa de culto muy popular en el Imperio Nuevo. Esta divinidad tenía cuerpo de hipopótamo, cabellera y lomo de cocodrilo y patas de león: los tres animales considerados protectores de los niños y mujeres (de la misma manera que la hembra protege a sus crías), sobre todo de las embarazadas y parturientas. 

El color azulado de la estatua original, representado perfectamente en mi alfombrilla de ordenador, es un silicato de cobre de calcio: un pigmento artificial usado ya en el 5000 a.C y muy popular en el Imperio Nuevo en estatuas, sarcófagos y la fayenza, muy llamativa por su aspecto exterior vítreo brillante y su acabado suave. El color azul se asociaba en Egipto al cielo, el universo, el agua, y por lo tanto, al Nilo y a la vida. 

¿Qué pasa con el acueducto de Segovia?

Debe ser evidente para todos mis lectores que la larga presencia del mundo romano en la península Ibérica ha dejado su huella: no sólo usos, costumbres, lenguaje,..., sino también en el panorama arquitectónico de España: los antiguos romanos no fueron, quizá grandes inventores de edilicia, pero sí enormes trabajadores que fueron capaces de asumir como propios técnicas o herramientas constructivas que otros antes que ellos habían usado...

El paisaje español está lleno de kilómetros de antiguas calzadas, casas, teatros, anfiteatros, circos, alcantarillado, termas... Los acueductos son, sin duda, una de las construcciones que más llaman la atención. 

Y, una vez más, no me fallaron: hace poco acompañé a un grupo de alumnos de 4º de Secundaria a la ciudad de Segovia, donde todavía se mantiene -y hasta hace no muchos años, incluso en activo- el acueducto de la ciudad (debería decir, más correctamente, el conjunto de arcos principales de la ciudad, ya que el acueducto es toda la conducción de agua, desde el embalse de origen), realizado a finales del s. I; Con una altura máxima de casi 29 metros, todos los bloques se unieron tras un estudiado conjunto de fuerzas, de manera que no hizo falta argamasa que uniera las piedras. El conjunto transportaba agua desde la Fuenfría, a 17 kilómetros de la ciudad, hasta las fuentes principales de la localidad. 




Para su construcción, los sillares eran transportados usando rodillos de madera o rampas de madera; si debían estar colocados por encima de la altura de una persona, se elevaban con un sistema de poleas movido por esclavos, y para colocar los más elevados se emplearon andamios y cimbras, sobre las que se encajaban las dovelas de los arcos; los sillares centrales de estos (claves) tienen forma de cuña, y ejercen la presión suficiente como para mantener en pie cada arco. Los agujeros que hoy vemos en los sillares fueron realizados para encajar las tenazas metálicas que los sujetaban y subían hasta su disposición final. 

A fin de encajar los sillares, los canteros se desplazaban por la obra, tallando y labrando las caras de las piedras para que encajaran; las marcas de sus picos o de las cuñas de madera humedecida empleadas se pueden observar en las hendiduras que hay entre los sillares.




Sabemos que en la parte superior de la arcada principal había un texto donde se haría referencia al año de construcción, hoy perdido, así como una imagen de Hércules, tradicionalmente considerado el fundador de la ciudad. Hoy hay una imagen de la Virgen de la Fuencisla, a la que la ciudad es muy devota; cuentan que se colocó ahí cuando una niña logró ganar en una apuesta al mismísimo diablo: harta de tener que subir y bajar a por agua, pidió que se construyera algo para facilitarle su labor diaria, y el diablo se ofreció, a cambio de su alma, si conseguía acabar el acueducto antes de que cantara el gallo. Afortunadamente, el gallo terminó de cantar justo antes de que el diablo pusiera la última piedra de la construcción, y es en ese hueco donde se colocó, según la tradición, la imagen de la Virgen.

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