Píramo y Tisbe vivían cerca de Babilonia; y se amaban locamente desde niños, a pesar de la fuerte oposición de sus padres. Vivían en casa contiguas, y se comunicaban en susurros a través de la grieta de una de las paredes de sus hogares.
Impulsados por su ardor de juventud, acordaron fugarse, abandonando para siempre la ciudad, ya que sus familias se negaban a aceptar su matrimonio futuro. Así, quedaron junto a la tumba de un tal Nino, donde una morera de blancos frutos les ofrecería cobijo por la noche, antes de salir de la ciudad, y podrían beber agua de la fuente cercana.
Tisbe fue la primera en llegar... O no, porque allí vio a una leona que bebía ávidamente después de una cacería. La joven huyó despavorida, sin darse cuenta de que en su carrera, su velo se había caído. El animal lo destrozó a dentelladas, dejándolo marcado con la sangre de sus fauces. Cuando Píramo llegó y vio la tela rota y manchada, junto con las huellas de la leona, quedó cegado por el dolor y la pena, pensando que la bestia había matado a su amada. No pudiendo resistirlo, se suicidó con su espada.
¡Qué latidos dejaron de oirse en el corazón de Tisbe, cuando se armó de valor para volver a la fuente y vio allí el cuerpo sin vida de su amado. Desclavó la espada del cuerpo de Píramo, suplicando a los dioses que al menos en la muerte ambos pudieran estar juntos... Después, se suicidó, manchando con su sangre los frutos de la morera cercana.
Los dioses, apiadados del trágico destino de los jóvenes, escucharon el grito de Tisbe, e hicieron que desde entonces, las moras maduras tuvieran el color de la sangre, en recuerdo de esta historia de amor desesperado.
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