No soy una persona interesante. Soy pintor. Pinto todos los días. Si alguien quiere descubrir algo en mí, puede contemplar atentamente mis pinturas y tratar de descubrir a través de ellas lo que soy y lo que quiero.
(Gustav Klimt; Viena, 1862- 1918)
Klimt nació tal día como hoy, hace 150 años, dentro de una familia vienesa muy humilde; tenía seis hermanos más. Cuando acabó su educación escolar, con catorce años, sus profesores aconsejaron a sus padres que siguiera un camino artístico, preferentemente la pintura, debido a sus grandes aptitudes. Gracias a dos becas pudo terminar sus estudios en la Escuela de Artes y Oficios, recibiendo incluso algunas clases particulares; cuando acabó se asoció como artista con uno de sus hermanos y con Franz Matsch.
Inmerso en el movimiento modernista de principios del s. XX, acabó teniendo su propio estilo a base del uso de panes de oro, plata y esmaltes (influido quizá por la herencia recibida, ya que su padre era grabador y trabajaba como orfebre); diecinueve artistas le acompañan en su nuevo grupo, llamado Secesión. Pronto su forma de hacer arte causó admiración, con sus líneas irreales y las mezclas de colores impactantes con fondos dorados, que nos recuerdan a los iconos del arte bizantino.
Comienza como decorador de edificios monumentales de la Viena burguesa liberal, pero ya en 1899 deja por escrito que no puede agradar a todos con su arte: va a preferir las imágenes femeninas, con frecuencia desnudas o muy sensuales, con líneas muy marcadas que definen la figura y le dan importancia en sí misma (al contrario que la norma artística del momento, que buscaba en la iconografía femenina símbolos).
Su obra El beso (1907) es una de las más conocidas. En sus casi dos metros de altura muestra un tema tabú en la elitista sociedad vienesa del momento: la relación sexual y sensual entre un hombre y una mujer, donde resaltan las formas rectas y rotundas del hombre y las sinuosas de la mujer, ambos fundidos sobre un fondo dorado en lo que claramente es una relación amorosa...
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