El espectáculo que allí ve Ulises es desquiciante: en el centro de la sala, los pretendientes comen y beben sin control, mientras Penélope se encuentra sentada en medio de ellos, con mirada resignada. Los invitados además se burlan de Odiseo, ya que está oculto bajo el aspecto de un viejo mendigo.
La despreocupación de los nobles es tal que ni se molestaban en tener junto a ellos sus armas, de forma que Ulises le pidió a Eumeo que las buscara y las escondiera, mientras que él observaba cómo los hombres se acercaban a Penélope por turnos para intentar convencerla de que se decidiera por uno de ellos y se celebrase la boda.
Algo de debilidad debió de notar Telémaco en el rostro de su madre, o en su postura, o en una forma de mirar, porque se puso en medio de la sala y propuso con potente voz que aquél que fuera capaz de tensar el arco de Ulises y hacer pasar una flecha por el ojo de doce hachas puestas en hilera sería el que se casara con su madre...
Claro, la propuesta era bien fácil: todos eran jóvenes fuertes, ejercitados con destreza en el arte de la guerra, de forma que pasaron uno a uno por la prueba. Uno a uno porque ninguno de ellos lograba tensar ni por asomo el fuerte y enorme arco de Ulises, de forma que quedaban progresivamente en ridículo: ninguno estaba a la altura del héroe de Troya. Ninguno, por lo tanto, era merecedor de la mano de la fiel Penélope.
Y entonces, en medio del estupor de todos, por encima de las burlas que rodeaban su figura, Ulises, bajo su disfraz de anciano, declaró que iba a participar...
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