Celebrar un triunfo para un general romano era poder tocar el cielo, aunque recordando siempre que se es sólo un hombre -ya se encargaba de eso el esclavo que susurraba al oído del triunfador esto, durante la procesión y ovaciones. Era el reconocimiento del Senado, la más alta institución de la República, a un general victorioso.
Pero, además, el Senado decretaba días de acción de gracias como conmemoración de esa acción militar; en honor a las victorias y proezas bélicas de Julio César se regalaron varios días, en distintos momentos -para horror de Pompeyo, su amigo y aliado político casi hasta el final de su vida, y para bien de los propagandistas que César tenía en Roma durante sus ausencias militares-: quince días en el año 57 a.C, cuando derrotó a los belgas, veinte cuando arribó a Britania, otros veinte al vencer al líder galo Vercingetórix, cuarenta en la batalla de África -victoria que fue maquillada como una guerra contra el rey númida Juba, pues en realidad fue una lucha entre romanos.
Fue en el año 46 a.C, tras la batalla africana, cuando el Senado le otorgó el segundo triunfo; el primero no lo había celebrado, renunciando a él para presentarse por primera vez a las elecciones al consulado. Y César aprovechó ese triunfo para celebrar sus cuatro memorables victorias -cuatro, sí: una victoria, un triunfo más que Pompeyo. Desde mediados de septiembre hasta principios de octubre, el pueblo de Roma disfrutó de los desfiles, los prisioneros encadenados -entre ellos, Vercingetórix, Arsínoe, la hermana de Cleopatra y el hijo pequeño de Juba-, los carros con los botines y metales preciosos, el reparto gratuito de trigo, los banquetes públicos... y la exhibición de animales exóticos, como jirafas.
Era la primera vez que se veían jirafas en Europa...
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