El 27 de agosto de 1941 el Consejo de Ministros japonés recibió un informe claro: la economía y recursos de Japón no podrían soportar la carga de la guerra a partir de 1944. Y en julio de ese año los líderes nipones comenzaron a buscar una salida honrosa al conflicto, a pesar de que la cúpula militar se resistía a la rendición y a procurar que la URSS no entrara en guerra con Japón a partir de la primavera de 1945 -como había anunciado.
Efectivamente, a lo largo de la primavera de 1945 Tokio y las seis principales ciudades de Japón fueron brutalmente bombardeadas, provocando en algunos casos efectos similares o superiores a los de la bomba de Hiroshima. 21 millones de civiles resultaron afectados y los efectos morales fueron cruciales para el ataque final.
El 26 de julio de 1945 los líderes aliados, reunidos en Potsdam (Alemania) recomendaron a Japón la rendición inmediata e incondicional, so pena de sufrir una destrucción total. EEUU se guardaba bajo la manga la carta de las bombas atómicas -un proyecto que vería la luz pronto y que le daría, además, una fuerte posición política frente a futuras negociaciones con la URSS. Ante la negativa de Japón a rendirse, durante los primeros diez días el país sería invadido por las tropas soviéticas e Hiroshima y Nagasaki atacadas por bombas atómicas.
El emperador Hirohito toma una decisión que marcaría la moral y el sentimiento patrio de Japón en las décadas siguientes: durante los días 9 y 10 de agosto recomienda el fin inmediato de la guerra -lo que le valió un golpe de Estado. El 15 de agosto se dirige por primera vez al pueblo por radio: había llegado la hora -dijo- de soportar lo insoportable. El 2 de septiembre firmaría la rendición japonesa en el acorazado estadounidense Missouri (aunque el final definitivo de la Segunda Guerra Mundial se extendería desde entonces hasta 1991).
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