La Esfinge de Gizeh habla al faraón.

El rey Amenhotep tenía muchos hijos, pero ninguno como su favorito, el príncipe Tutmosis, más fuerte, mejor deportista y más agraciado que todos sus hermanos juntos. El joven disfrutaba especialmente saliendo con su carro desde Menfis para hacer carreras, cazar o practicar tiro contra una diana de cobre.

Un día Tutmosis pasó cerca de la Esfinge, de la cual sólo se veía la cabeza porque todo su cuerpo estaba cubierto por abrasante arena del desierto. El príncipe y sus acompañantes decidieron hacer un alto y se pusieron a la sombra del monumento; el cansancio hizo que Tutmosis se duermiera pronto, reclinándose sobre un pómulo de la Esfinge.

La Esfinge, asfixiada, no dudó en dirigirse a él a través del sueño:

- Escúchame, hijo mío, pues te ofreceré entonces todo el reinado sobre la tierra; llevarás al corona blanca y la roja y todas las naciones te rendirán tributo. Tu vida será larga y tu matrimonio fecundo. ¡Todo esto ocurrirá si apartas la arena que me aprisiona y ahoga!

Al despertar, el príncipe marchó a Menfis y allí reclutó una cuadrilla a la que envió para limpiar la estatua. Así, poco a poco aparecieron sus formas de león. La Esfinge cumplió su promesa y al poco tiempo Tutmosis fue elegido príncipe heredero y a su debido tiempo sucedió a su padre. Durante el reinado de Tutmosis IV la Esfinge fue venerada bajo su nombre de Harmarchis y fueron frecuentes las ofrendas junto a sus garras.

0 aportaciones: